Confiando en la sencillez y perfección de su doctrina, regresó.
Observó boquiabierto la Santa Sede y las iglesias; el elaborado rito de la misa; los requisitos para
los “sacramentos” que todo mundo evita por módico pago; la manipulación de masas que realizan
sus “ministros” mientras, con toda naturalidad, violan los principios de castidad, humildad y
pobreza que Él nunca exigió; los vendedores afuera de los templos, la intolerancia a las
diferencias…
Decepcionado, descartó el Juicio Final por inútil y se mudó a otro universo.
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