Para Alejandra Lara, que me embarcó en esta aventura de Día de Muertos.
Al atravesar por el mercado de
Azcapotzalco, la actividad lo distrae un poco de su reflexión. Piensa, sin
mucha convicción, que sería agradable pasar una reunión tranquila y sin
conflictos –cosa bastante difícil para cualquier familia tan numerosa–, pero el
aroma de flores, comida y humo de carbón, y los gritos de los vendedores, le
recuerdan que probablemente lo esperen tamales de todos tipos, la barbacoa que
tanto le gusta, atole, mole negro de Oaxaca (tradicional en casa desde que uno
de sus primos se casó con una muchacha de Salina Cruz), y si vino la familia
desde Mérida, frijol con puerco, panuchos y hasta pib, esa especie de tamal tradicional
yucateco. Se le hace agua la boca.
Al llegar, nota que hay
bastante gente ya. Aquellos que llevaron niños, ya los han atendido y enviado a
dormir, y son los primeros en servirse. De fondo, se oyen “Peregrina”, canción
favorita de la abuela Aurora, y bromas acerca de las rimas pegadas en la pared que
aluden a algunos finados, algunos vivos de la casa, y a uno que otro personaje
famoso, y relatan de modo chusco cómo la muerte se los llevó, o bien, fracasó
en hacerlo. Al acercarse a leerlas, nota el esmero y los distintos estilos de
redacción, y juega consigo mismo a adivinar quién escribió cuál.
La ofrenda de muertos es majestuosa: ocupa
toda una pared de la vieja casa de estilo colonial venida a menos, de piso a
techo y de lado a lado. Desborda color en el papel picado con motivos de flores
y pájaros, monjes, carretoneros sombrerudos, parejas de calacas bailando y la clásica catrina de José
Guadalupe Posada, con su hermoso sombrero decorado con flores y plumas. Por
delante del papel picado, enmarcando todo y salpicando aquí y allá, abunda el
cempasúchil, el terciopelo y la nube, que compiten en aroma con todos los
platillos que Alejandro esperaba encontrar (sí llegó la familia meridana), y
que hay tanto para muertos –en la ofrenda– como para vivos –en la estufa y en
la mesa de la cocina–.
Frutas de temporada se mezclan
con alegrías, palanquetas, cocadas y mazapanes en platos de talavera. Tampoco
olvidaron de la calabaza en tacha que Roberto (un primo segundo muy goloso)
acaparará antes de siquiera voltear a ver qué más hay. Es evidente que no
repararon en gastos para hacerla inolvidable. Su belleza, indiscutible, también
radica en lo efímero de su existencia: una vez que se quite, no volverá a haber
nunca otra exactamente igual.
Las fotos de los difuntos se
encuentran todas juntas frente a un espejo. Ahí se pueden observar en el
reflejo, además de varios finados por diversas enfermedades, a los bisabuelos
Canché y a los Carrillo, todos ellos de la península de Yucatán, y que tuvieron
la suerte de morir de viejos; al tío de Coatzacoalcos, que vivía cerca de la
desembocadura del río, y murió en una explosión trabajando en Pemex; a la prima
de Villahermosa, que mataron en un asalto en el que no quedó muy claro si fue
víctima o asaltante, cosa que a nadie le gusta mencionar; a la familia entera (incluyendo
tres niños), que falleció en un accidente de carretera, cuando iban de Matías
Romero a Juchitán durante unas vacaciones de verano, y a Jorge, el mojado que
encontraron muerto en el desierto de Arizona, después de varios días de no
saber de él.
Para éste último es que no
falta el pulque, porque le gustaba mucho. Si uno sabe que murió de sed, lo
menos que se puede hacer es cumplirle un pequeño capricho. Pero también hay
tequila y mezcal para todos, whisky para el abuelo Carrillo, cervezas,
cigarros, rompope y hasta coca colas. Aunque toda la familia es diabética, los
muertos ya no tienen que preocuparse por eso, así sea lo que se llevó a algunos
de ellos al otro lado.
Por supuesto, alguien cuidó
que no faltaran el agua y la sal, y hay mucho pan de muerto (de azúcar, a nadie
le gusta el de ajonjolí). Las mujeres se han preocupado de encender el incienso,
y acomodaron artísticamente las calaveras de azúcar y de chocolate, los
muertitos de papel y cartón, y las calacas de papel maché, algunas de ellas tan
grandes que están vestidas con ropas de verdad, pero con cuidado de que no
queden cerca de tanta veladora, no sea que se incendie la casa y al rato
también sus fotos decoren un altar.
De repente, empieza el
alboroto. La verdad, se había tardado en empezar. Todos saben que Luis es muy
necio cuando se emborracha, y que Ramón y Agustina no pueden verse ni en
pintura, pero en estas reuniones no hay manera de evitar que se junten. Muchos
están ya ebrios, y empiezan a tomar partido, a recriminarse los viejos sucesos de
siempre que dejaron eternos resentimientos, motivo de las mismas repetitivas
discusiones, y que tanto molestan a Alejandro. Pareciera que no hay modo de
evitarlos, como si fueran parte obligada de cada celebración.
Se retira a una esquina, lejos
de los gritos destemplados. Está deprimido. Cuando la muerte lo separó de su
mujer, sintió un dolor tan intenso, tan insoportable, tan arrollador, que pensó
que nunca terminaría. Alejarse así, de improviso y sin despedirse, de quien
siempre consideró el amor de su vida, le quitó las ganas de existir. Poco a
poco fue resolviendo su duelo, pero como todos sabemos, en estas fechas es
inevitable revivir estas cosas y extrañar a los que no podemos abrazar.
De repente, sonríe. Un perfume
conocido lo hizo volver la mirada. Por la puerta entra Amelia para echar un
vistazo y verificar que todo esté en orden. Ella es la razón de que esté aquí. Únicamente
necesita contemplarla un momento, un segundo, para ser dichoso una eternidad. Y
sólo puede hacerlo hoy.
Satisfecho de aromas, borracho
de flores y luz de velas, y feliz con la contemplación de su viuda, deja en su
interminable pleito a todos los demás difuntos y emprende el camino de regreso
a su tumba, en el panteón San Isidro.
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