28 oct 2015

Quién es quién en noviembre

Para Alejandra Lara, que me embarcó en esta aventura de Día de Muertos. 

Al atravesar por el mercado de Azcapotzalco, la actividad lo distrae un poco de su reflexión. Piensa, sin mucha convicción, que sería agradable pasar una reunión tranquila y sin conflictos –cosa bastante difícil para cualquier familia tan numerosa–, pero el aroma de flores, comida y humo de carbón, y los gritos de los vendedores, le recuerdan que probablemente lo esperen tamales de todos tipos, la barbacoa que tanto le gusta, atole, mole negro de Oaxaca (tradicional en casa desde que uno de sus primos se casó con una muchacha de Salina Cruz), y si vino la familia desde Mérida, frijol con puerco, panuchos y hasta pib, esa especie de tamal tradicional yucateco. Se le hace agua la boca.
Al llegar, nota que hay bastante gente ya. Aquellos que llevaron niños, ya los han atendido y enviado a dormir, y son los primeros en servirse. De fondo, se oyen “Peregrina”, canción favorita de la abuela Aurora, y bromas acerca de las rimas pegadas en la pared que aluden a algunos finados, algunos vivos de la casa, y a uno que otro personaje famoso, y relatan de modo chusco cómo la muerte se los llevó, o bien, fracasó en hacerlo. Al acercarse a leerlas, nota el esmero y los distintos estilos de redacción, y juega consigo mismo a adivinar quién escribió cuál.
 La ofrenda de muertos es majestuosa: ocupa toda una pared de la vieja casa de estilo colonial venida a menos, de piso a techo y de lado a lado. Desborda color en el papel picado con motivos de flores y pájaros, monjes, carretoneros sombrerudos, parejas de calacas  bailando y la clásica catrina de José Guadalupe Posada, con su hermoso sombrero decorado con flores y plumas. Por delante del papel picado, enmarcando todo y salpicando aquí y allá, abunda el cempasúchil, el terciopelo y la nube, que compiten en aroma con todos los platillos que Alejandro esperaba encontrar (sí llegó la familia meridana), y que hay tanto para muertos –en la ofrenda– como para vivos –en la estufa y en la mesa de la cocina–.
Frutas de temporada se mezclan con alegrías, palanquetas, cocadas y mazapanes en platos de talavera. Tampoco olvidaron de la calabaza en tacha que Roberto (un primo segundo muy goloso) acaparará antes de siquiera voltear a ver qué más hay. Es evidente que no repararon en gastos para hacerla inolvidable. Su belleza, indiscutible, también radica en lo efímero de su existencia: una vez que se quite, no volverá a haber nunca otra exactamente igual.
Las fotos de los difuntos se encuentran todas juntas frente a un espejo. Ahí se pueden observar en el reflejo, además de varios finados por diversas enfermedades, a los bisabuelos Canché y a los Carrillo, todos ellos de la península de Yucatán, y que tuvieron la suerte de morir de viejos; al tío de Coatzacoalcos, que vivía cerca de la desembocadura del río, y murió en una explosión trabajando en Pemex; a la prima de Villahermosa, que mataron en un asalto en el que no quedó muy claro si fue víctima o asaltante, cosa que a nadie le gusta mencionar; a la familia entera (incluyendo tres niños), que falleció en un accidente de carretera, cuando iban de Matías Romero a Juchitán durante unas vacaciones de verano, y a Jorge, el mojado que encontraron muerto en el desierto de Arizona, después de varios días de no saber de él.
Para éste último es que no falta el pulque, porque le gustaba mucho. Si uno sabe que murió de sed, lo menos que se puede hacer es cumplirle un pequeño capricho. Pero también hay tequila y mezcal para todos, whisky para el abuelo Carrillo, cervezas, cigarros, rompope y hasta coca colas. Aunque toda la familia es diabética, los muertos ya no tienen que preocuparse por eso, así sea lo que se llevó a algunos de ellos al otro lado.
Por supuesto, alguien cuidó que no faltaran el agua y la sal, y hay mucho pan de muerto (de azúcar, a nadie le gusta el de ajonjolí). Las mujeres se han preocupado de encender el incienso, y acomodaron artísticamente las calaveras de azúcar y de chocolate, los muertitos de papel y cartón, y las calacas de papel maché, algunas de ellas tan grandes que están vestidas con ropas de verdad, pero con cuidado de que no queden cerca de tanta veladora, no sea que se incendie la casa y al rato también sus fotos decoren un altar.
De repente, empieza el alboroto. La verdad, se había tardado en empezar. Todos saben que Luis es muy necio cuando se emborracha, y que Ramón y Agustina no pueden verse ni en pintura, pero en estas reuniones no hay manera de evitar que se junten. Muchos están ya ebrios, y empiezan a tomar partido, a recriminarse los viejos sucesos de siempre que dejaron eternos resentimientos, motivo de las mismas repetitivas discusiones, y que tanto molestan a Alejandro. Pareciera que no hay modo de evitarlos, como si fueran parte obligada de cada celebración.
Se retira a una esquina, lejos de los gritos destemplados. Está deprimido. Cuando la muerte lo separó de su mujer, sintió un dolor tan intenso, tan insoportable, tan arrollador, que pensó que nunca terminaría. Alejarse así, de improviso y sin despedirse, de quien siempre consideró el amor de su vida, le quitó las ganas de existir. Poco a poco fue resolviendo su duelo, pero como todos sabemos, en estas fechas es inevitable revivir estas cosas y extrañar a los que no podemos abrazar.
De repente, sonríe. Un perfume conocido lo hizo volver la mirada. Por la puerta entra Amelia para echar un vistazo y verificar que todo esté en orden. Ella es la razón de que esté aquí. Únicamente necesita contemplarla un momento, un segundo, para ser dichoso una eternidad. Y sólo puede hacerlo hoy.

Satisfecho de aromas, borracho de flores y luz de velas, y feliz con la contemplación de su viuda, deja en su interminable pleito a todos los demás difuntos y emprende el camino de regreso a su tumba, en el panteón San Isidro.